La menta blanca es originaria de Europa y Asia, y se ha utilizado desde la antigüedad por sus propiedades medicinales y aromáticas. Los antiguos griegos y romanos ya la valoraban: Plinio el Viejo y Dioscórides describieron cómo masticar hojas de menta ayudaba a aliviar problemas digestivos, refrescar el aliento y calmar náuseas.
Durante la Edad Media, la menta blanca se cultivaba en los jardines de los monasterios. Los monjes la usaban tanto en la cocina como en remedios caseros: se preparaban infusiones para el estómago, ungüentos para dolores leves y tónicos para la mente, ya que su aroma fresco estimulaba la concentración y la vitalidad. Además, en rituales populares se creía que la menta ahuyentaba energías negativas y purificaba los espacios.
Con la llegada de la era moderna, la menta blanca se empezó a destilar para obtener aceite esencial, que se volvió muy apreciado en perfumería, medicina y cosmética. Su sabor y aroma refrescante la hicieron famosa en todo el mundo, y hoy se usa tanto en infusiones como en productos para la higiene oral, remedios digestivos y aromaterapia.